Estaba sola en la playa, en uno de esos días filosóficos en
que nada se convierte en todo, y todo junto en realidad no significa nada. Los
auriculares explotaban con alguna melodía que me recordaba al pasado, algún
amor perdido, sentimientos olvidados. Es difícil creer cuando ya nadie siente,
y sentía la arena bajo mis pies tibia, escurriéndose entre mis dedos como
tantas otras cosas. Me entristece pensar que cada vez que me encuentro me pierdo,
cuando llego a algo seguro me vuelvo a cuestionar. La vida será esa eterna
búsqueda? Me senté en una roca fría junto al mar y miré hacia esa nada eterna
que es el océano. No puedo escaparme a tantas cosas, soy una construcción de lo
que he vivido, y algo más. Algo que cambia constantemente, que me hace creer una
cosa y al segundo se disipa, se dispara, se me pierde y me quedo vacía y llena
de nuevo. No puedo explicarme, ni siquiera a mí misma, mi propia naturaleza. El
tiempo es tan relativo, que mi vida ya no se mide en minutos, sino en
instantes. Instantes que todo lo cambian, y me dan vuelta la cabeza. El sol se
pone, y admiro su grandeza, su fuerza, su energía y su rutina. Que desde mi
punto de vista minúsculo es una luz que va y viene en un eterno ciclo. Pero que
para él es una guerra de llamas constante. Qué paradoja. Tal vez el me
entienda. Majestuosamente desaparece en el horizonte y me quedo con sus
despojos de luz, que acompañan hermosamente mi canción favorita cantándome al
oído. Otro día termina, o empieza, quién lo mide después de todo. Y mi alma
revuelta se llena de esa energía para seguir adelante, cargando con mi cruz,
descubriendo quién voy a ser mañana.