Cada nuevo comienzo supone el fin de una etapa. Y cada fin
de una etapa supone un análisis de lo vivido, un balance entre lo entregado y
lo recibido, lo positivo y lo negativo, lo que se queda y lo que se va. A veces
no es necesario que termine un año, o un ciclo académico o algo tangible,
medible, para saber que estamos cerrando
una etapa, en mi caso un día me levanto y me doy cuenta que todo esta patas
para arriba. Y con paciencia comienzo a dar vuelta todo, tema por tema, cosa
por cosa. Cuando era mas chica no sabía como lidiar con nuevos comienzos, cómo
filtrar, como hacer verdaderamente un cambio. Hoy gracias a tantos golpes,
adquirí mi propia filosofía, tan antigua como la civilización misma. En la vida
siempre nos vamos a encontrar con fuerzas negativas, que vienen con personas
tristes, enojadas, apagadas, grises que no quieren otra cosa que el mal ajeno
para sentirse mejor con ellos mismos. Y para mantener el balance universal
también están las personas de luz, alegres, que tiran para delante, que no se
amargan con los pequeños tropezones de la vida y que nos desean el bien. A
veces no es fácil distinguir quién nos hace bien y quien no, porque conocer a
alguien realmente nos lleva mínimo toda la vida. Entonces no queda otra medida
de referencia que nuestro propio estado de ánimo, nuestra percepción momentánea
de cómo están las cosas a medida que pasa el tiempo. Y hoy me limito a rodearme
de lo que me hace bien, y concentrarlo, atraparlo, permitir que me llene de
fuerza. Mientras lo malo dejo que siga de largo, que se escape, sin pretender
cambiarlo, sin culparme por cómo me haga sentir, dado que lo esencial generalmente
es imposible cambiarlo. Dejar pasar lo malo, atrapar lo bueno. Como el viejo
Lakota, como un atrapasueños.