lunes, 24 de junio de 2013

Perigeo

La luna llena descansaba en el horizonte queriendo asomarse como cada noche, implacable, estática, junto con tantas otras cosas que asoman cuando el sol se esconde. Mi cabeza hecha un caos miraba por la ventana en silencio mientras esperaba ese mensaje. La veda emocional auto impuesta estaba a punto de ser violada, aunque en ese momento era impredecible. La calle estaba fría, la niebla de San Juan cubría mis ojos y andar hacia adelante era un reflejo bien aprendido años atrás. “Qué te pasa?” preguntó. Me pasa todo lo que no te digo. Soy todo lo que te callo. Soy todo lo que no querés oír. Y el corazón se achico otro poco. “Nada” disfracé. Siempre resultó más fácil. Ella miraba, contemplándolo todo, mirándome como si entendiera, como si quisiera que explotara de una vez tanto material inflamable dentro de mí. Me miraba como madre, enojada, pinchando en los recuerdos, escarbando en mi memoria, tan fresca como siempre. Bajé la mirada. La luna era el espejo, y no me atrevía a mirarme a mi misma, tenía miedo de con quién encontrarme. Tenía miedo de saber quien soy, y saber que concepto tenía de mi misma, pero por sobre todo, terror a saber que ambas cosas no coincidían entre sí. Fue fácil mostrar solo un costado, el lindo, el dócil, sin marcas ni borrones ni cicatrices. Pero yo sabía que el otro lado existía. Y la luna también. Pero él no. Él no quería compartir esa carga. Él no quería transformarnos en espejos. Entonces la veda seguía, esperando el voto, anhelando un sí para terminar con todo. Sonó el teléfono, ajusté mi abrigo, y sentí la mirada clavada en la espalda. Me pregunté cómo sería sentirse infinita. Y como las hojas otoñales que me rodeaban guardé todo para caer y dejar que el viento me llevara.