lunes, 20 de mayo de 2013

17


Cerré la valija a empujones, porque como siempre a la vuelta no cierra. Sólo que esta vez no era ropa de más, o cuadernos lo que estaba sobrando sino emociones. Era imposible encerrar tanto sentimiento. A veces cuando uno se va sabe que a la vuelta ya nada va a ser lo mismo. Y éste era uno de esos casos. El viaje había sido imprevisto, a las apuradas, luego de que sonara el teléfono con ese mensaje que ninguno quería escuchar pero que sabía antes de atender cuál era. El réquiem tocaba hacerlo sobre ruedas, luego de un duelo mentiroso y a las apuradas, y con la compañía de un café amargo, no tan amargo como uno mismo. Llovía, para completar la escena, afuera, adentro, en todos lados y el miedo de no saber para dónde agarrar era terrible. “Hoy es 17 –había dicho alguien dos días atrás- la desgracia.” Y nunca una cábala numérica le había pegado tanto. No quedaba otra que partir, acá no había más que silencio y tal vez por allá, a cuatrocientos kilómetros, el ruido de los autos callara otros tantos que había por dentro. Miré por la ventanilla del ómnibus, el viaje iba a ser largo. No éste, sino el de despedida.